Como ya comenté en el pasado artículo, los planes de ajuste en los países europeos están orientados a rebajar la deuda sobre el Producto Interior Bruto. Ese es el plan. Situándonos en el supuesto de que es el camino correcto, hemos de tocar varios palos:
1. El déficit, principal causante de la deuda, ha de bajar.
2. Los intereses, que forman parte de la deuda, han de bajar.
3. El crecimiento nominal (crecimiento real menos inflación) de la economía, generador de los recursos para pagar la deuda y para reducir el déficit, ha de subir.
Algunos dirigentes europeos, como Guy Verhofstadt, miembro del Parlamento Europeo y líder de los Demócratas Liberales de Europa, o como Erkky Tuomioja, ministro de relaciones exteriores finlandés, y otras voces acreditadas, como Wolfgang Münchau, reconocido columnista del Financial Times, han levantado contundentes críticas a las medidas capitaneadas por la canciller Angela Merkel para la defensa y resurrección de la eurozona. Las críticas se centran fundamentalmente en el olvido del tercer punto. También critican la falta de unión política y fiscal y proponen medidas como la mutualización de la deuda (compartámosla como buenos hermanos) o el empleo de los fondos de rescate para incentivar el crecimiento.
A pesar del aliento que dichas críticas nos aportan, poner el punto de mira sólo en el crecimiento, olvidándonos de la austeridad, nos sacaría del fuego para caer en las brasas. La dificultad radica en la adecuada combinación de ambas variables; austeridad para reducir el déficit (vía reducción del gasto) y crecimiento para reducir el déficit y pagar la deuda (vía aumento de los ingresos). Nadie dijo que fuese fácil.
¿Cómo combinarlas? Aquí me remito a un artículo que escribí hace algún tiempo en el que recordando a Keynes y Hayek debatía sobre gasto público… ¿sí o no? España, durante la época de esplendor, creció a tasas considerables por varios motivos. Uno de ellos fue precisamente la utilización de la rápida y eficaz herramienta del gasto público: carreteras, aeropuertos y grandes infraestructuras. Otra fuente de crecimiento en los años de esplendor fue el masivo flujo de fondos desde el norte de Europa a los países periféricos. Este flujo se ha revertido en el último par de años, provocado una contracción monetaria sin precedentes. Bien, creo que en estos momentos no es adecuado recurrir al primero factor ya que esto endeudaría más las arcas públicas y nos alejaría de la solución combinada. Pero sí podemos recuperar el flujo de inversión exterior siempre que incrementemos nuestra credibilidad.
Esto se consigue, como todo, haciendo las cosas bien y generando confianza política y económica a los inversores. Es cierto que parte de esta credibilidad se basa en la puesta en marcha de medidas de ajuste fiscal (austeridad), pero los mercados están cada vez más preocupados por el crecimiento y menos por la deuda. Esto no significa que podamos soltarnos el cinturón. Hemos de ser capaces de conseguir, y de comunicar (casi más importante), que atacamos el problema por ambos frentes: me suelto el cinturón pero también me pongo a dieta. Para ello es necesario:
1. Depurar el sistema de los excesos que le han conducido hasta aquí, como por ejemplo los derroches administrativos. Vamos a limpiar la paradita.
2. Realizar cambios estructurales que incrementen nuestra productividad, competitividad y eficacia interna. Aumentando así la entrada de capital extranjero y las exportaciones. Todo a la espera de la recuperación de la demanda interna (previa condición indispensable de reducción del paro).
El problema es que estas dos vías son efectivas en el largo plazo y siempre que se realicen bien. Pero considero que por mucho que el tiempo apremie, es hora de acabar con la España del parche.
Cambio estructural: La reforma laboral
La globalización económica es la consecuencia lógica e inevitable de la expansión capitalista no una decisión tomada de forma consciente y premeditada. En los últimos años ha explosionado a causa del avance tecnológico y de los nuevos flujos de comunicación e información, posibilitando que la producción, distribución, intercambio y consumo se realice a escala mundial y en tiempo real. Pero este nuevo contexto ha creado fuertes tensiones debido a la heterogeneidad de las naciones e instituciones que lo conforman. Este contexto resalta la urgencia de modificar los modelos estructurales tradicionales y basados en una economía autárquica, de ajustarlos y adecuarlos al nuevo contexto internacional. Y la fórmula propuesta con insistencia desde diversos ámbitos, pasa por incrementar la productividad, competitividad, flexibilidad y la innovación.
Con independencia del contexto, debemos tomar consciencia de que, en España, gran parte del tejido productivo (personas y organizaciones) no dispone de las condiciones adecuadas para competir en los mercados. La ventaja competitiva, en la nueva economía global, ha de venir definida por un conjunto de factores como la inversión en conocimiento (intangibles), adecuado uso de las TIC y de los flujos de información, la formación en capital humano y la construcción de cimientos sólidos sobre lo que todo esto a de implantarse mediante reformas estructurales. Una de las reformas más esperada, junto a la financiera, es la del mercado laboral. Han de redefinirse las relaciones laborales dentro de las organizaciones y de las empresas con los organismos públicos e institucionales.
El gobierno ha dado el primer paso en esta dirección. A priori, y sin entrar a valorar si se trata de una reforma justa o no, ya que en gran parte esto dependerá de su eficacia a la hora de impulsar la contratación, es la primera vez que el cambio es estructural y de calado. La reforma va más allá de modificar el importe de la indemnización, los requisitos o los plazos, esta reforma cambia las reglas del juego entre trabajadores, empresarios, administración pública y órganos judiciales.
Uno de los puntos más importantes es que la reforma promueve, indirectamente, la negociación individual de las condiciones de trabajo. Al reducir el papel de la negociación colectiva, se facilita el que las partes -empresario y trabajador- pacten entre ellas condiciones y excepciones. Esto nos lleva a la un sistema meritocrático, donde las posiciones serán acordadas con base al mérito y a la capacidad individual o espíritu competitivo. Aquellos trabajadores con mayor cualificación, o con mayor poder de negociación, podrán elaborar contratos más extensos y regulados, ya que dejarán de ser una cuasi adhesión al convenio sectorial y al Estatuto de los Trabajadores, para convertirse en el marco regulador de la relación laboral.
Esta nueva relación laboral nos recuerda a otra bien conocida, la que existe entre la empresa y el trabajador autónomo. Parece incentivar las relaciones laborales basadas, no en la fuerza legislativa y proteccionista, sino en la colaboración y el beneficio mutuo, “te mantengo contratado porque te necesito y porque aportas valor a mi empresa, y no porque no me queda más remedio”. A la vez que desincentiva la permanencia de trabajadores en una empresa por el miedo de abandonar un trabajo fijo y una indemnización que ya se atribuye como propia, permitiendo una mejor asignación de recursos.
La base argumental de ésta reforma radica en la eficiente asignación de los recursos, alojándolos allá dónde se necesitan y no dónde se han “enquistado”. Este nuevo marco relacional ha de permitir a las empresas, y sobre todo a las PYMES, adaptarse con más facilidad a los cambios de la demanda, y de los mercados internacionales. ¿Cómo? Reenfocándose hacia los nuevos fundamentos del crecimiento, la formación, el conocimiento y la información, activos totalmente ligados a los recursos humanos, ahora mucho más flexibles y “rentables”.
Sobre el papel es fácil definir estrategias y realizar previsiones. Sobre el papel, esta reforma, con sus inconvenientes y sus deficiencias, parece encaminada a favorecer la productividad y flexibilidad necesarias para competir en el nuevo mundo global. Sobre el papel ésta es LA reforma. El papel todo lo soporta, veamos cómo lo soporta España.
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